El
enfoque bajo el que se suele examinar si una privatización es, o no,
beneficiosa para el conjunto de la sociedad tiende a dejarse en el tintero un
aspecto fundamental.
Cuando
los partidarios de la intervención estatal se manifiestan en contra de las
privatizaciones argumentan que lo único que se consigue es enriquecer al futuro
propietario de la empresa pública a costa del grueso de los consumidores, que
deberán pagar más por los bienes o servicios prestados (entendiendo, correctamente,
que los precios públicos, al estar subvencionados, son más baratos).
Sin
embargo, hasta ahora, seguimos sin prestar la debida atención a la cuestión de
cómo deberían de llevarse a cabo las privatizaciones con el objetivo de mejorar
el bienestar del conjunto de la sociedad. Y es que lo fundamental no es tanto
la privatización en sí, sino la introducción de la competencia en ese negocio
en concreto.
Los
monopolios crean ineficiencias en las economías, tanto si se trata de empresas
públicas como privadas. Acabar con éstos y ampliar el mercado a la competencia
redunda en beneficio de todos, al aumentar de forma significativa la eficiencia
de las empresas del sector.
Así,
el error más común que cometen los políticos al privatizar empresas públicas
es, precisamente, no abrir ese negocio en particular a la competencia, sino
otorgar un monopolio, que antes era público, a manos privadas. Prefieren
centrarse en el beneficio propio derivado de una mayor financiación a corto
plazo, en lugar de mejorar el servicio al público en el medio y largo plazo.
Fuentes:
De la Dehesa, Guillermo (2003). Globalización, desigualdad y pobreza (página 101).
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