Habitualmente se suele señalar que el principal defecto de un sistema público de pensiones, en forma de reparto, es su sostenibilidad. Sin embargo, aunque este problema se resolviera, aun quedarían dos grandes inconvenientes que no se suelen citar y son de igual, o incluso mayor, importancia.
El
primer coste tiene que ver con el ahorro. El hecho de que los sistemas de pensiones
públicas sean muy generosos puede provocar que los ciudadanos no ahorren en la
misma proporción a la que lo harían en caso de tener que costearse ellos mismos
unas pensiones privadas. Naturalmente, los impuestos y cotizaciones sociales
también contribuirían a reducir dicho ahorro privado. Esta disminución del
ahorro llevaría a una menor inversión, ya que la base de ésta es el ahorro; lo
que, a su vez, reduciría la acumulación de capital (esto es, medios de
producción). Finalmente, este proceso concluiría en una menor tasa de
crecimiento económico y creación de riqueza.
Por
otra parte, un sistema público de pensiones crea fuertes incentivos para que
gente que podría seguir trabajando con 50 o 60 años decida retirarse del
mercado laboral. No hay que olvidar que parte de las personas que se encuentran
en esta franja de edad disponen de mucha experiencia en su trabajo, por lo que
es muy probable que sean mucho más productivos que cualquier nuevo empleado sin
dicha trayectoria. Si tenemos en cuenta que el trabajo es uno de los
principales factores productivos de los que dispone una sociedad para crear
riqueza, y que, además, nos interesa que sea lo más productivo posible, también
se estaría frenando su crecimiento.
Así
pues, podemos ver cómo un sistema de reparto de pensiones, bajo ciertas
circunstancias, tiende a frenar el crecimiento económico ya que reduce dos de
sus principales determinantes: la acumulación de capital y el factor trabajo.
Estos dos inconvenientes no estarían presentes en un sistema de capitalización
ya que, por una parte, los trabajadores deberían aumentar su tasa de ahorro
(para ello sería de gran ayuda que se redujeran los impuestos y cotizaciones
sociales) y, por otra, estos solo se jubilarían cuando consideraran que ya
tuvieran una pensión suficiente o se encontraran en una situación de
incapacidad para su trabajo. De esta forma se aseguraría que los principales
factores productivos de una sociedad fueran utilizados de la forma más óptima
con el resultado de una mayor creación de riqueza y prosperidad económica.
Aunque
un sistema de pensiones como éste pueda tener tales costes para la sociedad,
también es cierto que éstos están relacionados, positivamente, con el grado de
generosidad; cuanto más cuantiosas sean las pensiones públicas, menor
crecimiento económico. Así pues, no habría muchos inconvenientes en que el
Estado asegurara una pensión mínima para todo aquel ciudadano que no haya
podido ahorrar lo suficiente, pero que, al mismo tiempo, no provoque incentivos
perversos que lastren la prosperidad económica del país.
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